Evangelio según San Lucas 10,17-24.
Comentario por David Quiroa
“Alégrense de que sus nombres estén
escritos en el cielo”
Veámoslo como que fuera un negocio: usted
tiene que invertir cierta cantidad de su tiempo y su dinero a cambio de una
determinada utilidad. Entre más grande
sea la utilidad, más tiempo y dinero estaría dispuesto a invertir, ¿no es
cierto?
Es lo mismo con la vida. Por hacer un
buen negocio que le rinda beneficios durante diez años, usted estaría dispuesto
a invertir sus ahorros y un año de trabajo duro. Si fueran 20 años, pediría
prestado y trabajaría más. Si fuera un
negocio que puede heredarle a sus hijos, trabajaría hasta el fin de sus días,
aunque debiera hasta la camisa.
Imagínese si el negocio le ofreciera
mil millones de años de felicidad, vida despreocupada, todo cuanto pudiera
desear y más amor del que jamás se imaginó posible. ¿Invertiría su dinero y su
tiempo en eso? Y si además le dijera que
no tiene que dejar su trabajo actual, ¿lo haría? Entonces, hágalo.
Estamos en el Mes del Rosario: En Octubre recordamos el valor
de esta oración que tantos beneficios lleva a sus devotos. Aunque es difícil
explicarlo a quien no lo practica, trataré de compartir algunas ideas aquí para
quien pueda interesarle.
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Evangelio según San Lucas 10,17-24.
En aquel tiempo, los setenta y dos
volvieron llenos de gozo y dijeron a Jesús: “Señor, hasta los demonios se nos
someten en tu Nombre”.
Él les dijo: “Yo veía a Satanás caer
del cielo como un rayo.
Les he dado poder para caminar sobre
serpientes y escorpiones y para vencer todas las fuerzas del enemigo; y nada
podrá dañarlos. No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan;
alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo”.
En aquel momento Jesús se estremeció
de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: “Te alabo, Padre, Señor del
cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes
y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo
me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre,
como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo
quiera revelar”.
Después, volviéndose hacia sus
discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: “¡Felices los ojos que ven lo que
ustedes ven!
¡Les aseguro que muchos profetas y
reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, oír lo que ustedes oyen
y no lo oyeron!”.
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