Evangelio según San Mateo
26,3-5.14-75.27,1-66.
Comentario por David Quiroa
“¿Seré
yo, Maestro?”
¿Seré yo quien entregue a Jesús porque
no se ajusta a lo que yo pensaba que un mesías debe hacer? ¿Seré yo el que valore más el dinero que la
amistad, el poder más que el amor?
¿Seré yo el responsable de la muerte de
un inocente? ¿Seré yo de los que se quedan mirando cómo se cometen injusticias
sin levantar un dedo, aún pudiendo intervenir?
¿Seré yo de los que se lavan las manos,
fingiendo inocencia, cuando fácilmente podría salvar a una persona? ¿Seré yo de
los cobardes que se amoldan al mundo? ¿Seré yo de los que cargan la cruz del
Señor?
El ejemplo de hoy, San Martín I, Papa: Encarcelado
por un emperador hereje, es abandonado por todos. Desde su prisión reza por que
la fe se conserve y allí muere.
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Evangelio según San Mateo
26,3-5.14-75.27,1-66.
Unos días antes de la fiesta de Pascua,
los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron en el palacio del Sumo
Sacerdote, llamado Caifás, y se pusieron de acuerdo para detener a Jesús con
astucia y darle muerte.
Pero decían: “No lo hagamos durante la
fiesta, para que no se produzca un tumulto en el pueblo”.
Entonces uno de los Doce, llamado Judas
Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: “¿Cuánto me darán si se
lo entrego?”. Y resolvieron darle treinta monedas de plata. Desde ese momento,
Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo.
El primer día de los Ácimos, los
discípulos fueron a preguntar a Jesús: “¿Dónde quieres que te preparemos la
comida pascual?”.
El respondió: “Vayan a la ciudad, a la
casa de tal persona, y díganle: ‘El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a
celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos’“.
Ellos hicieron como Jesús les había
ordenado y prepararon la Pascua.
Al atardecer, estaba a la mesa con los
Doce y, mientras comían, Jesús les dijo: “Les aseguro que uno de ustedes me
entregará”.
Profundamente apenados, ellos empezaron
a preguntarle uno por uno: “¿Seré yo, Señor?”.
El respondió: “El que acaba de servirse
de la misma fuente que yo, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como
está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será
entregado: más le valdría no haber nacido!”.
Judas, el que lo iba a entregar, le
preguntó: “¿Seré yo, Maestro?”.
“Tú lo has dicho”, le respondió Jesús.
Mientras comían, Jesús tomó el pan,
pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomen y
coman, esto es mi Cuerpo”.
Después tomó una copa, dio gracias y se
la entregó, diciendo: “Beban todos de ella, porque esta es mi Sangre, la Sangre
de la Alianza, que se derrama por muchos para la remisión de los pecados. Les
aseguro que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en
que beba con ustedes el vino nuevo en el Reino de mi Padre”.
Después del canto de los Salmos,
salieron hacia el monte de los Olivos.
Entonces Jesús les dijo: “Esta misma
noche, ustedes se van a escandalizar a causa de mí. Porque dice la Escritura:
Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño. Pero después que yo
resucite, iré antes que ustedes a Galilea”.
Pedro, tomando la palabra, le dijo: “Aunque
todos se escandalicen por tu causa, yo no me escandalizaré jamás”.
Jesús le respondió: “Te aseguro que
esta misma noche, antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces”.
Pedro le dijo: “Aunque tenga que morir
contigo, jamás te negaré”. Y todos los discípulos dijeron lo mismo.
Cuando Jesús llegó con sus discípulos a
una propiedad llamada Getsemaní, les dijo: “Quédense aquí, mientras yo voy allí
a orar”.
Y llevando con él a Pedro y a los dos
hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse.
Entonces les dijo: “Mi alma siente una
tristeza de muerte. Quédense aquí, velando conmigo”.
Y adelantándose un poco, cayó con el
rostro en tierra, orando así: “Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí
este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Después volvió junto a sus discípulos y
los encontró durmiendo. Jesús dijo a Pedro: “¿Es posible que no hayan podido
quedarse despiertos conmigo, ni siquiera una hora?
Estén prevenidos y oren para no caer en
la tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil”.
Se alejó por segunda vez y suplicó: “Padre
mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, que se haga tu voluntad”.
Al regresar los encontró otra vez
durmiendo, porque sus ojos se cerraban de sueño. Nuevamente se alejó de ellos y
oró por tercera vez, repitiendo las mismas palabras.
Luego volvió junto a sus discípulos y
les dijo: “Ahora pueden dormir y descansar: ha llegado la hora en que el Hijo
del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores.
¡Levántense! ¡Vamos! Ya se acerca el
que me va a entregar”.
Jesús estaba hablando todavía, cuando
llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de una multitud con espadas y palos, enviada
por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo.
El traidor les había dado esta señal: “Es
aquel a quien voy a besar. Deténganlo”.
Inmediatamente se acercó a Jesús,
diciéndole: “Salud, Maestro”, y lo besó.
Jesús le dijo: “Amigo, ¡cumple tu
cometido!”. Entonces se abalanzaron sobre él y lo detuvieron.
Uno de los que estaban con Jesús sacó
su espada e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja.
Jesús le dijo: “Guarda tu espada,
porque el que a hierro mata a hierro muere. ¿O piensas que no puedo recurrir a
mi Padre? El pondría inmediatamente a mi disposición más de doce legiones de
ángeles. Pero entonces, ¿cómo se cumplirían las Escrituras, según las cuales
debe suceder así?”.
Y en ese momento dijo Jesús a la
multitud: “¿Soy acaso un ladrón, para que salgan a arrestarme con espadas y
palos? Todos los días me sentaba a enseñar en el Templo, y ustedes no me detuvieron”.
Todo esto sucedió para que se cumpliera
lo que escribieron los profetas. Entonces todos los discípulos lo abandonaron y
huyeron.
Los que habían arrestado a Jesús lo
condujeron a la casa del Sumo Sacerdote Caifás, donde se habían reunido los escribas
y los ancianos.
Pedro lo seguía de lejos hasta el
palacio del Sumo Sacerdote; entró y se sentó con los servidores, para ver cómo
terminaba todo. Los sumos sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un falso
testimonio contra Jesús para poder condenarlo a muerte; pero no lo encontraron,
a pesar de haberse presentado numerosos testigos falsos. Finalmente, se
presentaron dos que declararon: “Este hombre dijo: ‘Yo puedo destruir el Templo
de Dios y reconstruirlo en tres días’“.
El Sumo Sacerdote, poniéndose de pie,
dijo a Jesús: “¿No respondes nada? ¿Qué es lo que estos declaran contra ti?”.
Pero Jesús callaba. El Sumo Sacerdote
insistió: “Te conjuro por el Dios vivo a que me digas si tú eres el Mesías, el
Hijo de Dios”.
Jesús le respondió: “Tú lo has dicho.
Además, les aseguro que de ahora en adelante verán al Hijo del hombre sentarse
a la derecha del Todopoderoso y venir sobre las nubes del cielo”.
Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus
vestiduras, diciendo: “Ha blasfemado, ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?
Ustedes acaban de oír la blasfemia. ¿Qué les parece?”.
Ellos respondieron: “Merece la muerte”.
Luego lo escupieron en la cara y lo
abofetearon. Otros lo golpeaban, diciéndole: “Tú, que eres el Mesías,
profetiza, dinos quién te golpeó”.
Mientras tanto, Pedro estaba sentado
afuera, en el patio. Una sirvienta se acercó y le dijo: “Tú también estabas con
Jesús, el Galileo”.
Pero él lo negó delante de todos,
diciendo: “No sé lo que quieres decir”.
Al retirarse hacia la puerta, lo vio
otra sirvienta y dijo a los que estaban allí: “Este es uno de los que
acompañaban a Jesús, el Nazareno”.
Y nuevamente Pedro negó con juramento: “Yo
no conozco a ese hombre”.
Un poco más tarde, los que estaban allí
se acercaron a Pedro y le dijeron: “Seguro que tú también eres uno de ellos;
hasta tu acento te traiciona”.
Entonces Pedro se puso a maldecir y a
jurar que no conocía a ese hombre. En seguida cantó el gallo, y Pedro recordó
las palabras que Jesús había dicho: “Antes que cante el gallo, me negarás tres
veces”. Y saliendo, lloró amargamente.
Cuando amaneció, todos los sumos
sacerdotes y ancianos del pueblo deliberaron sobre la manera de hacer ejecutar
a Jesús.
Después de haberlo atado, lo llevaron
ante Pilato, el gobernador, y se lo entregaron.
Judas, el que lo entregó, viendo que
Jesús había sido condenado, lleno de remordimiento, devolvió las treinta
monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: “He pecado,
entregando sangre inocente”.
Ellos respondieron: “¿Qué nos importa?
Es asunto tuyo”.
Entonces él, arrojando las monedas en
el Templo, salió y se ahorcó.
Los sumos sacerdotes, juntando el
dinero, dijeron: “No está permitido ponerlo en el tesoro, porque es precio de
sangre”.
Después de deliberar, compraron con él un
campo, llamado “del alfarero”, para sepultar a los extranjeros. Por esta razón
se lo llama hasta el día de hoy “Campo de sangre”.
Así se cumplió lo anunciado por el
profeta Jeremías: Y ellos recogieron las treinta monedas de plata, cantidad en
que fue tasado aquel a quien pusieron precio los israelitas. Con el dinero se
compró el “Campo del alfarero”, como el Señor me lo había ordenado.
Jesús compareció ante el gobernador, y
este le preguntó: “¿Tú eres el rey de los judíos?”.
El respondió: “Tú lo dices”.
Al ser acusado por los sumos sacerdotes
y los ancianos, no respondió nada.
Pilato le dijo: “¿No oyes todo lo que
declaran contra ti?”.
Jesús no respondió a ninguna de sus
preguntas, y esto dejó muy admirado al gobernador.
En cada Fiesta, el gobernador
acostumbraba a poner en libertad a un preso, a elección del pueblo. Había
entonces uno famoso, llamado Barrabás. Pilato preguntó al pueblo que estaba
reunido: “¿A quién quieren que ponga en libertad, a Barrabás o a Jesús, llamado
el Mesías?”.
El sabía bien que lo habían entregado
por envidia. Mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: “No
te mezcles en el asunto de ese justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño
que me hizo sufrir mucho”.
Mientras tanto, los sumos sacerdotes y
los ancianos convencieron a la multitud que pidiera la libertad de Barrabás y
la muerte de Jesús.
Tomando de nuevo la palabra, el
gobernador les preguntó: “¿A cuál de los dos quieren que ponga en libertad?”.
Ellos respondieron: “A Barrabás”.
Pilato continuó: “¿Y qué haré con
Jesús, llamado el Mesías?”. Todos respondieron: “¡Que sea crucificado!”.
El insistió: “¿Qué mal ha hecho?”.
Pero ellos gritaban cada vez más
fuerte: “¡Que sea crucificado!”.
Al ver que no se llegaba a nada, sino
que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante de
la multitud, diciendo: “Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de ustedes”.
Y todo el pueblo respondió: “Que su
sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”.
Entonces, Pilato puso en libertad a
Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entregó para que fuera
crucificado.
Los soldados del gobernador llevaron a
Jesús al pretorio y reunieron a toda la guardia alrededor de él. Entonces lo
desvistieron y le pusieron un manto rojo. Luego tejieron una corona de espinas
y la colocaron sobre su cabeza, pusieron una caña en su mano derecha y,
doblando la rodilla delante de él, se burlaban, diciendo: “Salud, rey de los
judíos”.
Y escupiéndolo, le quitaron la caña y
con ella le golpeaban la cabeza.
Después de haberse burlado de él, le
quitaron el manto, le pusieron de nuevo sus vestiduras y lo llevaron a
crucificar.
Al salir, se encontraron con un hombre
de Cirene, llamado Simón, y lo obligaron a llevar la cruz.
Cuando llegaron al lugar llamado
Gólgota, que significa “lugar del Cráneo”, le dieron de beber vino con hiel. El
lo probó, pero no quiso tomarlo.
Después de crucificarlo, los soldados
sortearon sus vestiduras y se las repartieron; y sentándose allí, se quedaron
para custodiarlo.
Colocaron sobre su cabeza una
inscripción con el motivo de su condena: “Este es Jesús, el rey de los judíos”.
Al mismo tiempo, fueron crucificados
con él dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Los que pasaban,
lo insultaban y, moviendo la cabeza, decían: “Tú, que destruyes el Templo y en
tres días lo vuelves a edificar, ¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y
baja de la cruz!”.
De la misma manera, los sumos
sacerdotes, junto con los escribas y los ancianos, se burlaban, diciendo: “¡Ha
salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo! Es rey de Israel: que baje
ahora de la cruz y creeremos en él. Ha confiado en Dios; que él lo libre ahora
si lo ama, ya que él dijo: “Yo soy Hijo de Dios”.
También lo insultaban los ladrones
crucificados con él.
Desde el mediodía hasta las tres de la
tarde, las tinieblas cubrieron toda la región.
Hacia las tres de la tarde, Jesús
exclamó en alta voz: “Elí, Elí, lemá sabactani”, que significa: “Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Algunos de los que se encontraban allí,
al oírlo, dijeron: “Está llamando a Elías”.
En seguida, uno de ellos corrió a tomar
una esponja, la empapó en vinagre y, poniéndola en la punta de una caña, le dio
de beber.
Pero los otros le decían: “Espera,
veamos si Elías viene a salvarlo”.
Entonces Jesús, clamando otra vez con
voz potente, entregó su espíritu. Inmediatamente, el velo del Templo se rasgó
en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron y las tumbas
se abrieron. Muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo
de las tumbas después que Jesús resucitó, entraron en la Ciudad santa y se
aparecieron a mucha gente.
El centurión y los hombres que
custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que pasaba, se llenaron de
miedo y dijeron: “¡Verdaderamente, este era el Hijo de Dios!”.
Había allí muchas mujeres que miraban
de lejos: eran las mismas que habían seguido a Jesús desde Galilea para
servirlo.
Entre ellas estaban María Magdalena,
María -la madre de Santiago y de José- y la madre de los hijos de Zebedeo. Al
atardecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había
hecho discípulo de Jesús, y fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús.
Pilato ordenó que se lo entregaran.
Entonces José tomó el cuerpo, lo
envolvió en una sábana limpia y lo depositó en un sepulcro nuevo que se había
hecho cavar en la roca. Después hizo rodar una gran piedra a la entrada del
sepulcro, y se fue.
María Magdalena y la otra María estaban
sentadas frente al sepulcro. A la mañana siguiente, es decir, después del día
de la Preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron y se
presentaron ante Pilato, diciéndole: “Señor, nosotros nos hemos acordado de que
ese impostor, cuando aún vivía, dijo: ‘A los tres días resucitaré’. Ordena que
el sepulcro sea custodiado hasta el tercer día, no sea que sus discípulos roben
el cuerpo y luego digan al pueblo: ‘¡Ha resucitado!’. Este último engaño sería
peor que el primero”.
Pilato les respondió: “Ahí tienen la
guardia, vayan y aseguren la vigilancia como lo crean conveniente”.
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